Y no puedo estar más de acuerdo. Cada vez que empiezo una nueva acuarela —o un bordado—, lo primero que busco no es el dibujo perfecto, sino la paleta de colores. Para mí, el color en la vida es más que un recurso visual: es el hilo emocional que conecta lo que siento con lo que quiero decir.
Hay días en los que elijo tonos suaves, lavados, casi transparentes. Otros, en cambio, me encuentro mezclando pigmentos más intensos, más valientes. Depende de cómo estoy, pero también de lo que quiero transmitir. El color tiene ese poder: de hablar sin palabras.
Lo curioso es que rara vez sigo al pie de la letra los colores que tenía en mente al empezar. La acuarela me guía , me propone caminos que no había previsto. Me pide un toque de azul donde pensaba que iba a usar tierra. Me lleva hacia una luz inesperada o hacia una sombra más profunda. En ese diálogo entre lo que planifico y lo que sucede en el papel, el color se convierte en protagonista.
En el bordado pasa algo parecido. Aunque elijo los hilos con cuidado, muchas veces es la composición la que me va pidiendo más contraste, más textura, más emoción.
Creo que cada obra tiene su propia voz, y el color es la forma en la que esa voz se expresa. Por eso insisto tanto en que cada persona escuche lo que su obra le está diciendo. Porque ahí, en esa conversación silenciosa, está la clave.